Sabemos por las Fuentes Franciscanas que el Santo de Asís vivía los días de la semana más importante del año litúrgico, especialmente el Triduo Pascual, con una gran intensidad espiritual, preparándose a conciencia durante toda la Cuaresma. Baste recordar, como ejemplo, el llamado Oficio de la Pasión del Señor (aunque podríamos citar otros textos del santo), con el que parece que Francisco quisiera responder a la siguiente pregunta:¿Cómo acercarse al misterio del Señor Altísimo que se abaja hasta el punto de lavar los pies de sus discípulos y de aceptar el suplicio de la cruz por nosotros, para nuestro bien? 

La respuesta la encontramos precisamente en ese entretejido de textos que es el Oficio de la Pasión, un verdadero mosaico compuesto con versículos de diferentes salmos, con citas del Nuevo Testamento y con no pocos añadidos personales. Leyendo entre líneas, podemos atisbar de qué manera Francisco vivía la Pascua de su Señor, ¡que era su misma Pascua!: con los sentimientos del Hijo en su diálogo con el Padre (¡salvando siempre lo que hay de Misterio en esta relación!), con profunda gratitud, con sobrecogimiento, con reverencia, con espíritu de adoración, con alegría desbordante. A Santa Clara no le pasó inadvertido este precioso mosaico que Francisco había ido componiendo poco a poco, al paso de su propio camino de fe, hasta el punto de “aprender de memoria el Oficio de la cruz, tal como lo había compuesto el amante de la cruz Francisco, y lo recitaba frecuentemente con afecto devoto como él”, leemos en su Leyenda.

Francisco nos enseña a vivir desde dentro estos días santos, dejando que resuenen en nuestro corazón estas palabras: “Aquello sucedió por mí”. No para caer en la culpabilidad, sino para dejar que emerja el asombro, el agradecimiento y, al final, caigamos rendidos en adoración humilde: Sí, fue “por mí” y “por el mundo entero”... por eso te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y...”. Esta es la clave. El sentido de la Semana Santa es entender que aquello sucedió por mí y que desde aquella hora todo es distinto, nuevo, definitivo, porque ya nada ni nadie podrán separarnos del amor de Cristo. 
Francisco rompía en lágrimas al reconocer que misteriosamente el mundo, y cada uno con él, estaba siendo salvado a través de un Amor que se dejaba crucificar. Por eso dirá a un capesino que un día lo encontró sollozando por los alrededores de Santa María de la Porciúncula: “Lloro la pasión de mi Señor, por quien no debería avergonzarme de ir gimiendo en alta voz por todo el mundo”. Lágrimas sanadoras, podríamos llamarlas, muy propias de los hombres y mujeres que han alcanzado una gran familiaridad con Cristo.

Que en estos días nos veamos absolutamente implicados en primera persona en el Misterio de amor que vamos a celebrar, para que podamos revivir en la fe lo que aconteció en la historia: Cristo, crucificado por nosotros y resucitado para nuestra esperanza. “¿Por qué nos has amado tanto, Señor? ¿Por qué?”

 
Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el extremo...
(Juan 13)